jueves, 28 de agosto de 2014

LA SEGURIDAD DE FEDERICO

AGOSTO DESCEREBRADO

ATECEA publica nueva entrada en su proyecto CUENTOS DESCEREBRADOS gracias a la colaboración de Venancio Rodriguez, el cuál junto a usuarios de nuestra Asociación, darán a luz historias en formato cuento, los cuales narrarán vivencias, sueños e ilusiones que viven o han vivido nuestros usuarios. Ilusionados con el proyecto, os dejamos el octavo cuento desarrollado con RAFAEL GERICÓ.


Rafael Gericó

LA SEGURIDAD DE FEDERICO

Había una vez una tortuga que se sentía muy segura de sí misma. Y vosotros os preguntareis, seguramente, a qué era debida esta seguridad. Pues bien, a continuación voy a contaros la historia de la tortuga Federico y sabréis a qué me refiero:
Resulta que Federico, después de muchos sacrificios, había conseguido pagar su vivienda. Y esto le proporcionaba mucha confianza. ¡Cómo! ¿Que no sabíais que las tortugas también pagan hipoteca? Pues sí, debéis de saber que todas las tortugas no solo tienen que pagar mensualidades al banco, sino que también pagan el impuesto sobre los bienes inmuebles y  demás cargas que como todo propietario cotiza al Ayuntamiento por tener un bien en propiedad. Bueno, a decir verdad, hay dos cosas que no pagan, una de ella es la comunidad y la otra es el ascensor. Pero esto es por razones obvias que son fáciles de comprender, pues  todas las tortugas viven en el entresuelo del chalet que remolcan. Pero por lo demás, como cualquier hijo de vecino. Como os iba diciendo, resulta que esta confianza que le aportaba tener la vivienda en propiedad le repercutía en muchos aspectos de su vida. Le repercutía por ejemplo en el caminar. Desde que Federico había terminado de pagar el último recibo de la hipoteca su forma de caminar había ganado prestancia, no sé cómo explicarlo. Había ganado, había ganado más aplomo, ¿me comprendéis? Antes su paso carecía de estilo, era un paso  pausado y torpe, ¡puf! Ahora era ligero como si no pesara nada. En dos palabras, más elegante. Por otra parte, las notas en el colegio habían experimentado una considerable mejoría. Aquel aporte de firmeza le repercutía en el poder de concentración y retención de las lecciones. También se le conocía aquella mejora en el éxito con las hembras,  debido a que había aumentado de forma exponencial. Antes no se comía una rosca. Las féminas lo evitaban y, después de adquirir la vivienda no paraba de salirle rollos con bellas tortugas que antes ni se le hubiera pasado por la cabeza atacarles. Y mucho menos  proponerles eso, eso que ya saben... Otra de las cosas que había cambiado era el gusto por los deportes de riesgo. Y esto fue lo que le iba a trastocar el curso de su vida. Me explico: resulta que a raíz de ir más suelto económicamente se apuntó en una Asociación de Montañeros para practicar eso que llaman "puenting", (para el que no lo sepa, el "puenting" es aquella actividad lúdica que consiste en que sus practicantes se tiran desde un puente). Pues bien, uno de los domingos que subieron a uno de ellos para practicar este deporte,  después de que sus amigos saltaran, se puso el arnés, se encordó a toda prisa, ató el extremo de la cuerda a la barandilla, se encaramó al filo del precipicio y saltó. Como estaba un poco gordito y  la cuerda era elástica, cuando la soga llegó a su máxima extensión, cedió más de lo previsto y  fue entonces cuando se golpeó contra las rocas partiéndose en dos su concha.
Federico se quedó desnudo y sin casa. Tenía  entonces 10 años, que para una tortuga significa todavía estar en la infancia. Cuando sus compañeros lo vieron allí tirado en el suelo temblando de frío y con un ataque de longevidad aguda con temblores aritméticos acompasados, se asustaron tanto que bajaron rápidamente a socorrer a su amigo. Intentaron meterlo en el coche para llevarlo al Hospital a toda prisa. Pero, aquello no hizo más que aumentar por 10 las consecuencias de aquel aparatoso accidente. Una vez se repuso de la crisis y de las pequeñas heridas que le produjo el percance, Federico volvió a su casa enfundado en dos camisetas. Pero ya no sería nunca más aquel Federico que desbordaba seguridad en sí mismo. Ahora todo le producía temor. Ahora era un mar de dudas. Ahora ya nada era igual. Aquel golpe no solo le quitó su casa sino que le rompió por dentro.  Debajo de aquel puente se quedó la llave de su triunfo en la vida que era la fe en sí mismo. Cuando se enfrentaba a un examen, se quedaba en blanco a pesar de que se lo había preparado a conciencia. A partir del accidente el éxito con el sexo opuesto fue disminuyendo paulatinamente hasta quedar en nada. A partir de aquel horrible día su andar volvió a ser tan aparatoso como antes de la compra de su chalet, he incluso se podría decir que caminaba peor. En fin, cuantos más fracasos tenía Federico, su autoestima más bajaba y más nervioso se ponía cuando tenía que enfrentarse a las dificultades. Y cuanto más nervioso se ponía al enfrentarse a los problemas, peor le salían las cosas. A partir del  aquel incidente se refugió en la familia y especialmente en su padre al que idolatraba. Nuestra tortuga entró en una espiral de la que era imposible salir  sin ayuda. Pero no encontraba una mano amiga que le comprendiera. Los sucesivos fracasos fueron frustrando sus deseos de terminar una carrera a pesar de que era un estudiante excelente. A los 15 años le volvieron a repetir los ataques de longevidad aguda con temblores aritméticos acompasados, pero esta vez eran más fuertes y más habituales. Acudió a infinidad de chamanes y todos le dijeron que su enfermedad le acompañaría toda la vida a no ser que consiguiera encontrar la flor blanca de la paz. Le dijeron que aquella flor sólo crecía en un jardín en la más alta cumbre de lo profundo de cada ser vivo. Y que para encontrarla, tenía que emprender un largo y peligroso viaje hacia su interior. A lo que él preguntaba:
−Sí, bueno, pero ¿dónde se coge el billete? ¿Dónde está la estación para ir hacia adentro? ¿Cómo se hace eso?
Pero nadie tenía las respuestas a estas preguntas. A los 16 años empezó a trabajar en primer lugar recogiendo fruta. Después repartiendo la correspondencia bancaria. Más tarde en la logística de una almacén alimenticio, pero en ninguno de ellos duró mucho tiempo porque cuando se daban cuenta de su problema, o lo echaban, o él mismo se iba sin esperar a que sus jefes lo pusiera de patitas en la calle. Pero aquí no terminaron sus problemas porque, como es natural, un día su padre murió y más tarde su madre. Entonces, Federico se quedó solo. Ya no tenía a nadie a quien acudir cuando estaba triste y desamparado. Bueno sí, tenía una hermana que estaba casada y con hijos, pero ella tenía sus propios problemas y aunque en algunas ocasiones le ayudaba, Federico no quería abusar de la buena voluntad de ésta. Así que cuando cumplió los 25 años, partió a la búsqueda de aquella flor blanca que los chamanes le habían nombrado, aquella flor que estaba dentro de él. Cruzó montañas. Cruzó océanos. Anduvo por selvas, desiertos, estepas y conoció todo tipo de culturas y seres vivos. Hasta que un día; tuvo la suerte de parar en un  poblado en el que vivía alguien que sí  conocía estas flores. El poblado estaba en el fondo de un valle precioso cuyo nombre era  Nuria. En el lugar reinaba una paz y una armonía realmente misteriosa. Se llamaba Atecea, allí  encontró a una ardilla druida que adornaba su testa con un gorro puntiagudo, vestía túnica blanca y portaba en su mano un palo largo a modo de báculo. Ésta  nada más verlo, con voz fina, le dijo:
−No temas. Sé lo que buscas y yo te puedo mostrar el camino.
Al oír éstas palabras, Federico se asustó pues aquel roedor arborícola no le conocía de nada. Pero así fue. En un principio no estaba muy convencido de las buenas intenciones de la maga.  Pero poco a poco y día tras día fue comprobando que lo que le decía la extravagante druida surtía efecto para bien. Fueron muchos los kilómetros que tuvieron que recorrer juntos dentro de Federico. Fueron muchos los peligros a los que se  tuvieron que enfrentar. Y a medida que se acercaban al lugar en donde se encontraba ese jardín al que se referían los chamanes de su infancia y adolescencia, la tortuga iba sintiendo dentro de su corazón  un calor inusitado. Un calor que nada tenía que ver con el bien estar que sintió al tener su chalet pagado. Era una seguridad que no nacía de la posesión de algo sino que era una certeza en sí mismo, en su desnudez, por lo que él era sin bienes inmuebles, sino en cuerpo y alma. Y entonces, un día apareció la flor ante  él,  y se dijo Federico a sí mismo:
−Si siempre había estado ahí, ¿cómo es posible que nunca la hubiera visto? Gracias a Dios por mi historia. Gracias a Dios que he encontrado este valioso jardín y esta flor maravillosa. Gracias a Dios que he vuelto a mi hogar...
Y esta es la historia de la tortuga Federico. Y dicen, los que le conocieron, que se quitó una camiseta y comprobó que erar muy bueno jugando al fútbol. Y a pesar de ser pobre y estar desnudo, se sentía la tortuga más rica del mundo. Y colorín colorado, esta historia, todavía no ha terminado.
                                                                         

   FIN


Ilustración Ángel Joven